Cada vez hay más evidencia científica que reivindica las potencialidades de la IA para mejorar los diagnósticos y realizar tratamientos más ajustados a las necesidades de los pacientes.
La Inteligencia Artificial se ha instalado como tema en el espacio público y, según se puede aventurar, los desarrollos asociados al campo estarán en la agenda mediática por largo rato. Bajo esta premisa, si bien se ha comunicado en múltiples ocasiones –y con justa razón– los conflictos que sus implementaciones podrían acarrear, no se ha focalizado tanto en sus potencialidades. De todas las virtudes a explotar, aquellas que más entusiasman –por su carácter esencial y estratégico– se vinculan con el área de la salud.
Entrenar a las computadoras para que aprendan a pensar es tan alucinante como vertiginoso. Desde hace tiempo, se ha postulado que los seres vivos podrían definirse como sistemas compuestos esencialmente de datos. En concreto, los humanos son un cúmulo información que va y que viene en sentidos diferentes, y que permite cumplir funciones vitales como comer, dormir y pensar. Desde aquí, cabe una pregunta: ¿qué sucede cuando el flujo de esa información se interrumpe por algún motivo? Luego: ¿quién tendrá más capacidad que una máquina con Inteligencia Artificial para realizar una tarea tan automatizada como leer miles millones de datos en cuestión de segundos y reportar anomalías? Después de todo, identificar anomalías para luego restablecer el equilibrio es lo que han intentado hacer las ciencias médicas desde Hipócrates, en el siglo V antes de Cristo.
El historiador best seller Yuval Harari describe este fenómeno en su libro Homo Deus. “Son las ciencias de la vida las que han llegado a la conclusión de que los organismos son algoritmos”. Y continúa en las páginas siguientes: “La medicina del siglo XX aspiraba a curar a los enfermos. La medicina del siglo XXI aspira cada vez más a mejorar a los sanos”. ¿De qué manera se puede lograr este objetivo? A partir del cruce entre las revoluciones –simultáneas– de las ciencias biológica e informática. La adoración de un nuevo dogma sintetizado a “la religión de los datos” podría orientar, en esta línea, el futuro de la medicina de precisión. Diagnósticos y tratamientos tan específicos como las demandas de cada organismo. A cambio de “ser leídos por máquinas”, los humanos deberán sacrificar su intimidad y autonomía. Tecnologías manejadas por instituciones públicas o privadas que garantizarán soluciones promisorias y, como contrapartida, accederán a los aspectos más privados de las personas.
Los organismos como algortimos
De manera reciente, científicos de la Universidad Sídney (Australia) y de la Universidad de Boston (EEUU) diseñaron una herramienta que utiliza los principios de la IA con el objetivo de diagnosticar Parkinson antes de que aparezcan los primeros síntomas en los pacientes. Entonces, previo a que el temblor de las extremidades florezca, el grupo creó un sistema de redes neuronales a partir del aprendizaje automático con el propósito de explorar biomarcadores presentes en la sangre, que hubieran pasado desapercibidos para las técnicas tradicionales y sirven como pistas para identificar el desarrollo de la enfermedad neurodegenerativa. Aunque el desarrollo fue validado en menos de cuarenta personas y requiere perfeccionarse, este primer paso resulta promisorio.
Un estudio similar que permitiría a los profesionales de la salud adelantarse a los ataques cardíacos fue difundido la semana pasada en Nature Medicine. El nuevo algoritmo, bautizado “Colaboración para el Diagnóstico y Evaluación del Síndrome Coronario Agudo (CoDE-ACS)”, consiste en un cálculo capaz de determinar la probabilidad de un ataque al corazón que podría sufrir un paciente. Para el examen, se emplearon datos de 10.286 personas que presentaron posibles ataques cardíacos en seis países de todo el mundo y hallaron que ofrecía una eficacia de 99.6 por ciento. En breve, mediante el uso de tecnologías como esta, podrían anticiparse problemas como pueden ser las arritmias e insuficiencias.
A comienzos de mayo, un grupo de especialistas de la Universidad de Stanford publicó un sugerente artículo en la revista Nature Biotechnology. En la investigación, aplicaron algoritmos similares a los que se encuentran detrás del ChatGPT con el objetivo de optimizar el diseño de anticuerpos. La única diferencia es la siguiente: mientras este último se entrena con modelos de lenguaje, en el trabajo realizado por los científicos, los modelos aprenden a partir de la lectura de millones de secuencias de proteínas. De esta manera, consiguieron determinar regiones de los anticuerpos que nunca antes habían estado en la mira de los que realizan ingeniería del sistema inmune. Según los autores del paper, el modelo de IA “brinda información que no es obvia” y es un instrumento que, en el futuro, podría servir para tratar infecciones virales, así como también afecciones bien disímiles como cáncer o artritis.
Koko es una herramienta de apoyo psicológico que integra a Chat GPT, y es capaz de ofrecer acompañamiento emocional a personas que necesitan proteger su salud mental. Su principal objetivo es prevenir que los individuos en una situación de vulnerabilidad atenten contra su salud. Según Rob Morris, el cofundador de la plataforma, hasta enero de 2023, más de 4 mil personas recibieron la asistencia virtual de Koko. Compañías como Google, Amazon y Microsoft invierten, en la actualidad, miles de millones de dólares con el propósito de diseñar diversos chats conversacionales que, a través del aprendizaje automático, puedan sostener diálogos que potencialmente podrían pulirse lo suficiente hasta ser empleados como terapia.
Advertencia: la IA puede fallar
El mes pasado, Página 12 compartía una noticia simpática pero difícil de deglutir. El centro médico Elmhurst Memorial de Chicago (EEUU) incorporó a dos robots-enfermeros para superar la crisis de personal, motivada por las bajas sin reemplazo por covid y la falta de recambio por pocos egresados. La institución contrató a los moxie, con el objetivo de ayudar a los profesionales humanos a repartir medicamentos y diversos suministros por las instalaciones. Las máquinas ofrecen cifras sorprendentes: han realizado 1.800 entregas mensuales, ahorrándole al personal de carne y hueso más de dos millones de pasos recorridos y 3.100 horas de trabajo. Además, trabajan 24 horas sin parar (salvo un breve descanso para recargar la batería) con gran eficacia, lo que equivale al menos al esfuerzo de cuatro personas. Y además, a diferencia de sus colegas humanos, no se quejan, no piden por mejores condiciones laborales y no se sindicalizan.
La IA, utilizada de manera favorable, puede ser muy beneficiosa para el campo de la salud. Pero las luces no deben encandilar y se recomienda tener los cuidados del caso. Ya lo anticipaba Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la OMS en 2021: “Como toda nueva tecnología, la inteligencia artificial ofrece grandes posibilidades para mejorar la salud de millones de personas en todo el mundo; ahora bien, como toda tecnología, también puede utilizarse indebidamente y causar daño”.
Los algoritmos no son infalibles. De hecho, la humanidad apenas conoce un fragmento minúsculo de su potencial. Si bien las máquinas aprenden, todavía no se puede describir con claridad cómo se produce ese proceso. Además, no tienen ética, ni tampoco la calidez que puede caracterizar a una buena relación entre médicos y pacientes. La palmada en la espalda, la escucha atenta, la empatía ante el dolor ajeno, la mirada afectiva son características que a cualquier máquina le será difícil replicar. Porque, fundamentalmente, en eso consiste ser humanos.